Lucila Godoy Alcayaga, que más tarde adoptará el seudónimo de Gabriela Mistral, nace en Vicuña, pequeña población del valle de Elqui (Chile), el 6 de abril de 1889. Hija del maestro de escuela Juan Jerónimo Godoy y de la modista Petronila Alcayaga, su infancia transcurre entre las aldeas de
bandonada por el padre, esta mujer de naturaleza enfermiza pero recia voluntad supo encontrar desde muy temprano en la poesía la forma de trocar en canto su sufrimiento y su dolor. Tenía tan solo 11 años cuando la injusta acusación de haber robado el material didáctico que le habían encargado la hizo salir apedreada por sus compañeras de la escuela de niñas de Vicuña. De allí se retiró para ser educada por su hermanastra, quien supo orientar su formación pedagógica y alimentar con su ejemplo la vocación docente de Gabriela. La presencia de Emelina, 15 años mayor que ella, unida a la de su abuela Isabel Villanueva, quien le transmitió el conocimiento de
En este proceso de formación autodidacta resultará igualmente fundamental el contacto con el periodista Bernardo Ossandón, quien le permite acceder libremente a su magnífica biblioteca y conocer la poesía de Federico Mistral, los novelistas rusos y la prosa de Montaigne, y le brinda su orientación y su apoyo hasta el momento en que Gabriela publica en el periódico El Coquimbo sus primeros artículos y sus primeros versos, con el nombre de Lucila Godoy.
A los 16 años decide seguir la carrera de maestra, para lo que solicita su ingreso en
A partir de este momento emprende su tarea de maestra, que la lleva en pocos años del valle de Elqui a la región sureña de
Son, sin embargo, las experiencias del amor y de la muerte las que van a marcar de forma más definitiva el alma de Gabriela; tenía tan solo 20 años cuando el suicidio de su novio, el joven ferroviario Romelio Ureta Carvajal, viene a dejarle una impronta de angustia y de dolor que aparecerá reflejada posteriormente en sus Sonetos de la muerte: «Te acostaré en la tierra soleada con una / dulcedumbre de madre para el hijo dormido, / y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna / al recibir tu cuerpo de niño dolorido».
Más tarde vendrán otros amores, como el vivido con el poeta romántico Manuel Magallanes Moure, que se encontraba entre el jurado que la premió en los Juegos Florales de Santiago en 1914, y a quien dirige una encendida correspondencia amorosa en la que expresa su soledad y su dolor. A partir del reconocimiento obtenido en este certamen comienza en la vida de Gabriela una etapa fecunda y creativa: publica algunos poemas en la revista Sucesos y entra en contacto con el poeta Rubén Darío, quien publica en la revista Elegancias de París su poema «El ángel guardián» y el cuento «La defensa de la belleza».
Empieza a publicar muchas de sus composiciones: «Los sonetos de la muerte» salen a la luz en la editorial Zig-zag, y en la revista de Educación Nacional aparecen los poemas «La maestra rural», «Plegaria por el nido» y «Redención»; además se la incluye en prestigiosas antologías como la de poetas chilenos, Selva lírica, preparada por Julio Molina Núñez y Juan Agustín Araya. Estas primeras incursiones en las letras van a verse avaladas más adelante por un crítico de la categoría del español Federico de Onís, quien dicta una serie de conferencias sobre su obra a profesores españoles y norteamericanos en
El filósofo José Vasconcelos la invita a México a colaborar con la reforma educativa y desde ese momento inicia una existencia itinerante que la lleva a Estados Unidos y luego a Europa en un periplo en el que su vida de madre y amante frustrada encuentra en la labor docente y en la poesía la forma de exorcizar su dolor. Durante estos años de constante errancia dicta conferencias en diferentes universidades y se relaciona con algunos de los intelectuales más sobresalientes de su tiempo: Giovanni Papini, Henri Bergson, Paul Rivet y Miguel de Unamuno, entre otros. Ocupa cargos importantes en representación de su país en España, Portugal y Francia, y mientras recorre esos países cargados de tradición y de historia siente que las raíces que la ligan a su tierra crecen con la distancia como un árbol frondoso que se niega a desarraigarse fácilmente del lugar donde ha crecido:
En el campo de Mitla, un día
de cigarras, de sol, de marcha,
me doblé a un pozo y vino un indio
a sostenerme sobre el agua,
y mi cabeza, como un fruto,
estaba dentro de sus palmas.
Bebía yo lo que bebía,
que era su cara con mi cara,
y en un relámpago yo supe
carne de Mitla ser mi casta.
El encuentro con la vieja Europa sólo ha servido para azuzar su nostalgia y permitirle recuperar la imagen de América Latina en Tala y Lagar, dos libros que se nutren de sus paisajes y su esencia, y que sirven de antesala a su gran Poema de Chile, en el que trabaja intensamente durante los años postreros de su vida y que sólo aparece publicado de manera póstuma en 1967, una década después de su muerte.
La poesía de Gabriela Mistral es, como señala Óscar Galindo, «más de la tierra que del aire», y a ella le cabe un papel fundamental en esa amorosa relación entre las personas, la naturaleza y la cultura que desde Vallejo a Neruda han transitado como senda tantos de nuestros poetas.
Fue la primera Latinoamericana galardonada con un Premio Nobel de Literatura en 1945.
2 comentarios:
Es interesante confirmar que la base del hombre se da en la niñez,en el camino se va abonando ese terreno fértil que se ha logrado en la infancia.
La naturaleza, definitivamente una fuente inagotable de inspiración.
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