jueves, 1 de noviembre de 2007

Yo Tumbé El Cartucho, Con La Ayuda De Mi Dios Y Una Pistola

Tomado de http://www.eltiempo.com/laciudadjamascontada/HISTORIAS_/HISTORIAS_PRINCIPALES/ARTICULO-WEB-DESPLIEGUE_HISTORIA_PRIN-3759028.html

I

Un día me fui a la zona del antiguo Cartucho en busca de unas ventanas y puertas antiguas de madera y me encontré con la aventura de un hombre que ayudó a demoler ese lugar decadente con la ayuda de Dios y una pistola. La guardé en mi memoria durante tres años hasta que El Tiempo convocó a sus lectores a descubrir "La Bogotá jamás contada". Envié por correo electrónico las líneas generales de esta historia, sin mucha esperanza, y varios meses después me llamaron para decirme que había sido seleccionado. Esta es la crónica de Pedro y la demolición del Cartucho, un héroe anónimo que contribuyó al nacimiento del Parque Tercer Milenio.

II

Parque Tercer Milenio

Todo comenzó en marzo de 2004 cuando decidí restaurar la casa estilo inglés que hoy habito en el Barrio La Merced, en el Centro de Bogotá. Buscando reemplazar las horribles ventanas de aluminio y vidrios blindados que algún paranoico le instaló años atrás, me adentré un sábado en la mañana por la Avenida Sexta, abajo de la carrera Décima, en la zona aledaña a la desaparecida Calle del Cartucho. Hallé una enorme bodega de demoliciones y me sumergí por horas en ese universo de antigüedades y objetos usados. Me atendió Pedro, el dueño del local, un hombre joven, madurado en las calles, amable, entrador y buen conversador. -¿De dónde sacó todo esto?, le pregunté maravillado al ver juntos en un solo sitio tantos elementos de los siglos XIX y XX, como balcones, rejas forjadas, portones de maderas ya casi inexistentes y portales tallados en piedra. -Del Cartucho, me respondió. Yo tumbé El Cartucho, con la ayuda de mi Dios y una pistola, agregó con un aire de victoria, como quien ha sobrevivido al infierno. -¿Usted tumbó El Cartucho?, le pregunté sorprendido, queriendo saber más, mientras miraba a través de la puerta el Parque Tercer Milenio, que con sus nacientes árboles sabaneros, sus nuevos jardines multicolores, alamedas, columpios, espejos de agua, ciclorrutas y escenarios culturales se ha convertido en un oasis en medio del caos urbano. -Sí, es una historia larga. Vuelva otro día y se la cuento... -No sea rogado, écheme el rollo ya, le dije. Y como quien se alegra de encontrar alguien que se interese por oír sus recuerdos, el hombre comenzó a rodar la película, escena por escena, con fluidez y una memoria única; citando calles, nombres, alias, nomenclaturas, descuartizados, atentados, retroexcavadoras, volquetas, ñeros, campaneros, armas, jíbaros, sicarios, suicidadas y actos heroicos. Habló sin parpadear por horas, narrando su epopeya, dejando ver con cada carcajada su prótesis dental, frotándose las manos, devolviendo el disco duro sobrecargado de imágenes imborrables, sentado en una improvisada butaca formada con un pedazo de tubo de 10 pulgadas y un trozo de madera, mientras se acomodaba su característico sombrero de pescador y le pedía a Paloma, su joven compañera, y a Lindor, un negro enorme de voz amable, manos forradas en piel de lija y cuerpo de guerrero africano, "un vasito de agua para el doctor".

III

El Cartucho

Cuando miró hacia la puerta de la enorme casa de adobe, tejas de barro, patios y ventanas con rejas del siglo XVIII que estaba demoliendo, Pedro vio estacionarse una lujosa camioneta de doble tracción de la que descendieron cuatro hombres vestidos de paño, armados con pistolas y metralletas. No dijeron nada. Solo miraron hacia los lados, mostraron los fierros y le dejaron un presente: una bolsa negra de plástico, con un cuerpo descuartizado. Era una adolescente de 16 años, rubia y de ojos azules, desnuda, pálida y hermosa como una santa, a quien habían cortado en pedazos con una motosierra, luego de pegarle un tiro en la frente. Pedro, su jefe Homero, los ingenieros del IDU y los obreros que los acompañaban quedaron notificados. Para ellos se trataba de una amenaza de las temibles mafias de la zona, inconformes por las obras que desde el 3 de julio de 1999 estaban borrando de la faz de la tierra, a pico y pala, la Calle del Cartucho para darle vida al Parque Tercer Mileno. El Cartucho era entonces un lugar heterogéneo de comerciantes, tenderos, recicladores, repuesteros y gente honesta, pero además de vicio y muerte.

Apartamenteros, sicarios, ñeros, putas, vagabundos, proxenetas y expendedores de bazuco y marihuana se establecieron en ese céntrico lugar a sangre y fuego, 30 años atrás, en los terrenos del antiguo Barrio Santa Inés, que era un conjunto de casas grandes, majestuosas, con parques, iglesias y almacenes en donde hasta comienzos del siglo XX los apellidos más linajudos y resonantes se pronunciaban con respeto. El Santa Inés, ubicado entre las calles 6ª y 9ª y entre las carreras 10ª y Caracas, vecino del San Bernardo, fue desde el siglo XVIII, junto con San Victorino, el lugar de entrada a Bogotá, por su ubicación estratégica para el comercio, el transporte, la salud, el trabajo y la vivienda. A pocas cuadras se construyó en 1578 la Iglesia de San Victorino, erigida en busca de la protección del santo contra las heladas sabaneras que dañaban las cosechas. En los años sesenta, casi cuatro siglos más tarde, el Santa Inés era una zona decadente que padecía un deterioro acelerado. Aún conservaba casas coloniales de interés cultural habitadas por señoras que todavía podían salir en las tardes a tomar onces junto con pensionados que se sentaban a tomar cerveza sin miedo a que los mataran o les robaran sus abrigos y sombreros ingleses. Precisamente en la calle 12 con 8ª quedaba la tienda de Doña Carlina, frente a una gallera y una cancha de tejo, en donde en los setentas, la banda de "Los Santandereanos", primera organización expendedora de bazuco establecida en el barrio, iba a apostar, emborracharse y armar peleas. San Victorino no había protegido aquella mañana a la muchacha descuartizada. La verdad es que en aquellos días las cosas no pintaban bien para nadie. La Fiscalía llegó unos minutos más tarde y levantó el cadáver, como lo hizo tantas veces en rutinas que no generaban titulares de prensa. Los mirones se fueron rápido y la amenaza de muerte quedó en el ambiente. Nadie se asombró por el "paquete". Esas cosas eran comunes allí, en donde cada día mataban dos o tres ñeros, por cualquier moneda, por robarse una bicha de marihuana o bazuco, por tirárselas de vivo con un taquillero o por pura diversión de algún sicario. Matar, en el Cartucho, no era ningún pecado, ni algo extraño. Allí la vida no valía nada y los muertos eran echados a las alcantarillas, incinerados, enterrados en los patios de las casonas abandonadas, tirados al contenedor de la basura de la calle 9ª, despedazados con motosierras por El Carnicero o dejados en los barrios vecinos para no boletear más la olla.

Cuando recibió la primera amenaza Pedro, el pequeño comerciante nacido en Las Cruces, llevaba dos meses en la demolición. Ya con sus hombres había borrado la manzana 25, con sus comercios, lotes de engorde y sus enormes inquilinatos, en donde una pieza albergaba hasta diez personas. Había sido contratado por Homero, un campesino boyacense de pocas palabras y sin contactos en la zona. Pedro era el socio ideal para entrar al Cartucho, pues los mandamases lo conocían desde hacia muchos años como un mercader de puertas y ventanas antiguas. También como un hombre valiente, sereno, amable y discreto, que conocía la ley del silencio y nunca había sapeado a nadie. A Pedro pocas cosas lo asustaban y mucho menos los malos, que le hacían pruebas a diario para medirle las hormonas. Meses atrás, el IDU había iniciado las operaciones para hacer cumplir el Decreto 880 de 1998, que estableció la renovación urbana del sector comprendido entre los barrios Santa Inés y San Bernardo y la construcción del Parque Tercer Milenio. La orden del Alcalde Enrique Peñalosa no tenía reversa. Había que borrar las 20 hectáreas del Santa Inés, es decir los 602 predios del Cartucho, que tenían un costo de casi 80 mil millones de pesos de la época, reubicar a sus cerca de 10 mil habitantes, otorgarles compensaciones y construir un parque que simbolizara el renacimiento del Centro de la ciudad y el comienzo del siglo XXI, a un costo de cerca de 200 mil millones de pesos. No era una tarea fácil. Había que cumplir ese mandato disminuyendo el impacto social y sin que la ciudad se bloqueara. Peñalosa quería, además, acabar con esa central de abastos de la droga y demostrar que el Estado sí era capaz de terminar con la tragedia humana que escondían esas calles ubicadas apenas a dos cuadras de la Casa de Nariño. A la par con el comienzo de la demolición del Cartucho, las entidades del Distrito iniciaron todo tipo de acciones sociales, económicas, urbanísticas y de seguridad para garantizar una solución digna para los 1.350 hogares, 73% de ellos arrendados en un solo cuarto; 1.240 establecimientos comerciales, 95% de ellos empresas individuales o familiares; 4 mil residentes, la mayoría inquilinos de estrato uno; 2.248 habitantes de la calle y 3.600 empleados, según la caracterización del lugar hecha por el Distrito.

Se sabía, sin embargo, que los jefes de las calles y sus sicarios no estaban dispuestos a permitir que les arrebataran su territorio, ni que les acabaran el negocio que habían dominado impunemente. Los "duros" estaban decididos a morir y matar por lo que consideraban suyo por derecho propio. Creían que esas ollas serían siempre suyas, porque allí florecían todo tipo de negocios sucios como tráfico y alquiler de armas, adulteración de licores, falsificación de documentos, secuestro de personas, escuelas de sicarios, ejecución sumaria de enemigos y sapos, cobro de extorsiones, compra y venta de artículos robados, pero sobre todo, venta y consumo de bazuco y marihuana. El delito era una industria bien montada. En una casa se escondía el bazuco y la marihuana, en otra se empacaban las bichas; en la de más allá las vendían los "taquilleros", en otra se guardaba la plata y en otra más se escondían las armas y los sicarios. Nunca se ponían todos los huevos en la misma canasta. Pero también, allí habitaba gente honesta que vivía del reciclaje de cartón, botellas, chatarra, cobre; había tiendas, talleres, depósitos de repuestos, mueblerías, compraventas, bodegas de venta de papel, imprentas, una estación de gasolina, una plaza de mercado, una Iglesia cristiana y hasta una central obrera.

A una cuadra de la estación de Policía más grande del país, del Batallón Guardia Presidencial y de Medicina Legal, esas calles tenían propietarios y estaban regidas por la ley del hampa. Sus escrituras habían sido firmadas con sangre. Cada jefe tenía a su servicio hasta 20 escoltas bien armados, que tenían licencia para matar. Sólo los más temidos y corajudos formaban parte de esa elite delincuencial, que era apoyada por jíbaros, campaneros y taquilleros que atendían a miles de viciosos día tras día. En una casa ubicada en la Carrera 12 No 7-31 habitó, desde 1972 hasta el día que la tumbaron, El Cabezón, un ex presidiario antioqueño que pagó 87 meses de cárcel en varias penitenciarias del país y cuando salió de La Picota, a los 38 años, llegó al Cartucho para salir a los 73, solitario, miserable y abandonado por su familia, con varios muertos encima, los pulmones podridos de tanto soplar bazuco y los riñones desechos de tanto beber alcohol. El Cabezón vivía en plenos dominios de "Gancho Amarillo", un cartel que se adueñó de la Carrera 12 entre calles 7ª y 8ª, a la vuelta de Medicina Legal. Ellos se asociaron y comenzaron a traer el bazuco y la cocaína del departamento del Guaviare. Cuando el negocio comenzó a decaer por la persecución de la Policía y los anuncios de la renovación urbana, vendieron la línea por 80 millones de pesos de la época. Después se quebró el negocio y la demolición acabó con todo. El paso de los años y la ley del más fuerte y muchos cadáveres habían definido varias "líneas". Cada cuadra tenía una marca registrada. La carrera 12 entre calles 6 y 7ª eran de "Gancho Azul", es decir de Luis Calderón. De la calle 7ª a la 8ª por la carrera 12, era territorio de Rey. De la Calle 8ª a la 9ª, por la carrera 12, era de los Martínez y se conocía como "Gancho Verde". Por la carrera 13, entre 9ª y 10ª, era dominio del Loco Calderón. De la calle 8ª a la 9ª, por la carrera 11, era del Tigre. Cada uno de esos jefes se hacía respetar, quien los faltoneara se moría. A quien sentenciaran se tenía que morir o perderse para siempre. Nadie se pisaba las mangueras, porque cuando ello ocurría había guerras que se apaciguaban con muertos. El Cabezón recuerda que cuando los carteles guerreaban aparecían los muertos por todas partes con letreros en el pecho: por sapo, por soplón, por faltón. La Calle del Cartucho era la carrera 12, entre 8ª y 9ª, y su zona de entrada era la calle novena arriba de la Caracas. Allí estaba la estación de gasolina Terpel y el emblemático edificio El Castillo, uno de los últimos en caer.

Por la calle séptima, abajo de la carrera décima, estaban las residencias de mala muerte en donde se arrendaban por unos pesos las piezas húmedas y hediondas para soplar bazuco y descansar de un día de delito. El Cartucho era una vorágine urbana que se tragaba para siempre a quienes cruzaran el umbral de la droga. Allá valía lo mismo un ñero con la cobija al hombro que un ejecutivo de corbata y saco de paño. Quienes llegaron allí eran "clientes" que hacían respetar los taquilleros y los sicarios. Nadie tenía preferencias. Allí cualquiera se podía morir tranquilo, porque quien lo quebrara se moría al rato también. "La gente perseguía a los taquilleros para poder comprar una bicha de bazuco y pagaban con monedas de quinientos o mil pesos. Todos los días yo ayudaba a llevar muchas canecas llenas de monedas que los patrones montaban en carros y sacaban del Cartucho. En una sola jornada se cargaban hasta 60 millones de pesos en monedas de la venta de la droga", recuerda El Cabezón.

El nombre de "El Cartucho" surgió de los conos de cartón en donde se vendía el hilo, famosos en la zona por quedar allí las bodegas de reventa de esos aparatos. Cuando "Los Santandereanos", liderados por los Ariza y los Arguello, llegaron con el bazuco al Santa Inés, era en esos "cartuchos" en donde sacaban la droga, que se expendía en tubitos de vidrio de los que se usaban para la anestesia dental. Ese era el reino que los duros no querían dejar perder, pero que Homero, Pedro y los ingenieros del IDU estaban derrumbando. Por eso todos se convirtieron en objetivos militares. Los rumores corrían por entre las calles, cruzando cada manzana, doblando las esquinas, venciendo los golpes de los mazos y llegando a los oídos de los interesados. Pero Pedro no se amedrentaba. Como un fiel jardinero del Edén, seguía tumbando manzanas podridas del árbol del Cartucho. Ganando dinero lícito en un lugar ilícito. Mientras demolía el costado sur de la manzana 30, Pedro decidió que no se iba a dejar matar sin haberse defendido. Se mandó a tatuar en cada brazo, con tintas azul y roja, un águila con las alas desplegadas, una víbora y una rosa para que sus familiares lo reconocieran en caso de que muriera en una emboscada y El Carnicero lo descuartizara. Luego de ese ritual de guerra, compró a un conocido un revólver 38 corto, contrató dos muchachos que le sirvieran de escolta, entre ellos a Lindor, un ex celador del lugar que se unió al equipo de demoledores. También se ganó la confianza de Miguelito, un joven de 18 años, que había dejado el vicio y los atracos tras escapársele a la muerte cuatro años atrás. A su corta edad Miguelito tenía contactos en el bajo mundo. Sabía qué se movía y a sus oídos llegaba información privilegiada. Fue el primero en saber los nombres de quienes estaban tramando la muerte de los "tumbacartuchos", como le decían a Pedro, Homero y los ingenieros, un término derivado del apodo que los ñeros le habían dado a la retroexcavadora. A través suyo Pedro se enteró que el Tigre había dado la orden de parar a sangre y fuego las obras y que había encargado a El Soldado y El Paisa para ejecutar la sentencia. Pedro estaba viviendo una experiencia única que lo marcaría para siempre.

En cada casa encontraba la historia menuda del Cartucho. Precisamente en la esquina de la calle 7 con carrera 11, demolieron una casona y en sus cimientos hallaron 11 ñeros muertos con un tiro de gracia en la frente, amontonados uno sobre otro. La Fiscalía se los llevó sin tanto escándalo. Esos hallazgos se volvieron rutinarios. "Al inicio de la demolición la retro, desenterró la moto de un Policía, luego apareció el cadáver del difunto, con casco y todo. Seguramente el man se metió a la hora que no debía a investigar o se embarcó en un negocio podrido y lo quebraron", recuerda El Cabezón. Mientras las obras avanzaban, Pedro y los demoledores sentían las miradas acusatorias de quienes se negaban al futuro que les prometía el IDU. Por ello tenía siempre a la mano su revólver y sus escoltas nunca lo dejaban solo. Cuando salía de su casa, se despedía de sus hijos y pensaba que tal vez ese sería su último día. Al conocer la sentencia de muerte y los nombres de los sicarios, Pedro buscó a sus conocidos. Se reunió con Reinaldo, que era un hombre respetado por todos, porque era uno de los fundadores del Cartucho. Este buscó al Tigre y le exigió respeto por su amigo. Las cosas se calmaron por un tiempo, pero todos sabían que tarde o temprano acostarían a plomo a alguien para tratar de detener a la fuerza el avance de las demoliciones. Pero estas seguían. La mancha se iba blanqueando. El Cartucho se iba secando.

En el campo de batalla, la "tumbacartuchos" seguía haciendo la profilaxis urbana, demoliendo casas mientras todas las agencias del Distrito, lideradas por Bienestar Social, continuaban en su tarea de censar habitantes de la calle, ofrecer alternativas a los residentes, darle un sitio de trabajo a los cachivacheros, balasteros, ropavejeros, vivanderas, sobanderos y recicladores, y tratar de arrebatarle al vicio a cuantos quisieran regresar del infierno. Con el paso de los días El Cartucho se iba reduciendo y las casas, los edificios, las bodegas, los parqueaderos, los talleres daban paso a un inmenso lote cercado y cuidado por la Policía, que visto desde el aire parecía una sábana amarilla y cuya presencia hacia renacer la esperanza de los habitantes del Centro. Desde la Caracas se comenzaban a ver nítidas la Casa de Nariño, la Catedral y el barrio La Candelaria. El Parque empezaba a tomar forma en la imaginación de los bogotanos. Pedro, un líder comunitario natural, usó todas sus habilidades para generar confianza. Armó un discurso que transmitió a los duros, con quienes habló para disuadirlos de que lo mataran y detuvieran las obras. "Si nos matan el gobierno militariza El Cartucho. Vienen el Ejército, la Policía, el DAS y las tanquetas, y todo el mundo se jode", les repetía. "El fin del Cartucho es inevitable y es mejor que lo hagamos nosotros mismos a las buenas. El Cartucho ya esta muerto, sólo lo estamos enterrando". Pero a los jefes no les importaban esas historias. No tenían oídos para discursos. Para ellos, el Cartucho era todo y no se resignaban a ver caer una a una las casas, manzana a manzana, sin hacer nada. Algunos querían sangre. Su objetivo era sacar a los 33 obreros, la "tumbacartuchos", las 22 volquetas y la oruga que manejaba Isidro. Mientras la demolición se acercaba a la manzana 23, al corazón del Cartucho, con la decisión de desaparecer los 40 predios de la zona dedicados a inquilinatos, cacharrerías, bodegas y venta de drogas, el Loco Calderón y su socio impartieron nuevamente la orden de joder a los demoledores. El ambiente estaba caliente. El polvo de las demoliciones parecía más sicodélico que el bazuco, porque tenía locos a los señores de la droga. Miguelito lo supo primero y se lo contó a Pedro. Homero estaba cada día más ausente, las amenazas contra él eran más contundentes. Andaba con chaleco antibalas y con varios escoltas. La presión de los capos lo sacó poco a poco de las obras. Las amenazas venían de la calle novena y eran serias.

Un día Pedro y sus muchachos estaban en la calle 7 con carrera 11, demoliendo el edificio de los Guzmán, cuando aparecieron armados El Tigre y El Soldado. -Si no se quieren morir tienen que irse de este barrio, le gritó amenazante El Tigre a Pedro. -A los hombres no se les manda matar, se matan de frente. Si es tan valiente déme un arma y nos damos bala. Usted se para allá y yo acá y nos damos a ver quién queda vivo, le respondió Pedro mirándolo fijamente a los ojos. No recuerda de dónde sacó tanto valor para decir esa frase y para enfrentarse a ese hombre tan temido en esas calles. -¿Usted si es capaz de matarse conmigo?, le preguntó con frialdad El Tigre. -Sí, pero de frente, cara a cara. Usted no saca nada con matarme, porque de todos modos van a tumbar esta mierda, le dijo Pedro con rabia y en un acto suicida le dio la espalda al jefe y a su sicario y se fue caminando para el cambuche de la obra. Aunque todos estaban armados, nadie soltó un disparo. Pedro hoy reconoce que a cada paso sentía explotar el corazón y las piernas le temblaban. No mató al Tigre, pero se asustó con el cuero. Fue un duelo entre machos, en un lugar en donde pocos podían contar que habían enfrentado a un capo y a su sicario. El incidente llegó a oídos del IDU y la seguridad de la obra mejoró. La Policía aumentó el cordón de protección en la zona y les asignó escoltas de civil a los "tumbacartuchos".

Miguelito logró, una vez más, salvarle la vida a Pedro, pero la suya estaba por terminarse. Era un suicida. Una mañana llegó al cambuche de la obra, invitó a dos obreros a tomar café, sacó de la chaqueta un revólver 38 largo y se puso a jugar a la ruleta rusa. Dejó una bala en el tambor, lo hizo girar y apretó el gatillo. Quedó con los sesos regados por todas partes. A los 21 años murió sin ver crecer a su pequeña hija de unos cuantos meses de nacida, ni jugar con ella en los árboles florecidos del parque que estaba ayudando a parir. Sus amigos del Cartucho lo enterraron en el Cementerio Central. Homero pagó el entierro. Pedro lloró a su amigo y recordó sus palabras: "Mientras yo esté vivo ni pu'el putas lo matan". Pero la orden seguía vigente. Y los duros del Cartucho seguían desesperados por detener los trabajos. La mañana siguiente Pedro llegó a la obra con una melancolía inocultable. Se sentía desprotegido, vulnerable. Venía de su casa del Barrio San Bernardo, en donde pagaba arriendo y tenía, además, una bodega para almacenar las ventanas y puertas que recuperaba de las demoliciones. Ese era su negocio, que crecía y le daba una nueva forma a su vida. Entonces decidió que era la hora de dejar de jugar a la ruleta rusa con su suerte. Había pasado tres años jugándose el pellejo y sabía que era el momento para salir. Así lo hizo. Ya para entonces, junto con Homero habían demolido siete manzanas del Cartucho y los negocios estaban dañando la amistad. Cuando Pedro se fue, la gente del Cartucho sacó a Homero de la zona y entró Luis Zambrano, quien terminó la demolición.

IV

Muchos habitantes del Cartucho creyeron que ese lugar era eterno y que el poder de los capos, que compraba conciencias y silencios, aliados y protectores, les permitiría vivir por siempre en sus calles derruidas. Otros pensaron que podrían salir millonarios, al igual que los patrones, pero salieron sin nada, enfermos, desahuciados, desnudos o muertos. Cuando comenzaron las demoliciones, El Cabezón no creyó que fuera a quedar tan jodido como está ahora. Un día se fue a San Victorino a rebuscársela y cuando volvió al Cartucho ya no tenía casa, ni los papeles que acreditaban la posesión, que siempre estaban escondidos en el armario del contador de la luz. Durmió unas semanas en un cambuche de plástico en el lote de lo que fue su vivienda, hasta que la Policía lo sacó a las malas un día de junio de 2002, cuando se dio el operativo que acabó con el poder de las mafias dominantes. Aún recuerda la balacera que protagonizaron los escoltas de los duros con la ley. Hubo un muerto, unos pocos heridos, se llevaron a unos jíbaros detenidos y un muchacho perdió los dedos de una mano cuando se le explotó una bomba casera que le iba a lanzar a las tanquetas. Ese día se selló el final de la olla, el final del Cartucho. Pero nada grave pasó realmente porque la información de la toma se había filtrado y las mafias habían sacado las armas largas. No querían un derramamiento de sangre. Sabían que si usaban fusiles y granadas, como lo propusieron varios "patrones", los masacraban. Además, las tanquetas estaban por todas partes. Aunque hubo protestas y quema de carros en la Caracas, organizadas por el Loco Calderón, después del operativo policial, el Cartucho quedó taponado. Se podía salir, pero no entrar. Era un gueto condenado a la desaparición.

En abril de 2005 el gobierno del Alcalde Lucho Garzón dio la orden del desalojo final. Fue una de las jornadas más duras de su administración. La ciudad se conmovió cuando vio las imágenes dantescas de centenares de habitantes del Cartucho, desfilando en masa por la Avenida Jiménez hacia la carrera 30, rumbo al barrio Cundinamarca. Las protestas ciudadanas desafiaron a las autoridades. El Conjunto Residencial Colseguros se rebeló. Nadie los quería al lado de sus casas. Nadie deseaba de vecino un "cartuchito" que trajera delincuencia y drogas y muchos hablaban de limpieza social. Al igual que el resto del país, Pedro vio ese espectáculo y rumió maldiciones por la indiferencia social. El Distrito finalmente los condujo al antiguo matadero municipal y Bienestar Social los reubicó en centros especiales. Se prometieron muchos planes para ellos. El jueves 28 de julio de 2005, en una ceremonia especial en la que un indigente que habitó en el Cartucho, agradeció el nuevo espacio, bajo la llovizna y con mucho frío, el Alcalde Garzón inauguró el Parque Tercer Milenio, y prometió no esconder los habitantes de la calle debajo del tapete, ni invisibilizarlos. "Es grato decir qué lindo es este parque, pero detrás de esta obra se esconden miles de tragedias que no pueden estar en la indiferencia", agregó con su conocido acento social. Mientras tanto, Pedro ejercía como líder comunal en el Conjunto Bellavista, al suroriente de la ciudad, en donde la Caja de Vivienda Popular lo reubicó junto con unas cuantasfamilias del Cartucho. Él tuvo suerte, pero cree que el Distrito les cumplió a medias. Otros, como El Cabezón, se fueron con las manos vacías y hoy se están muriendo en la calle. "Soy un muerto, sólo espero que alguien venga y me entierre", dice con su acento paisa mientras usa su inhalador para no asfixiarse.

En la Arborizadora Alta, Ciudad Bolívar, Soacha y San Cristóbal, viven hoy muchos de los antiguos habitantes del Cartucho. Los delincuentes y las mafias del bazuco tienen nuevos reinos en el Bronx, San Bernardo, Las Cruces, Mártires, Santafé, Samper Mendoza y otros lugares. Pedro es un sobreviviente del Cartucho y protagonista de ese milagro inconcluso de renovación urbana. Todos los días disfruta del Parque Tercer Milenio, que permanece casi siempre vacío, bajo la sombra protectora de una red de vigilantes privados que prohíben tomar fotos y corretean a los pocos vendedores ambulantes de paletas y dulces. El San Bernardo ha comenzado a padecer el mismo vía crucis del Cartucho. Mesas de trabajo, censos, negociaciones. Pedro ahora forma parte de ese proceso. "La historia se repite, ojalá el Distrito haya aprendido la lección y no quede tanta gente lastimada", dice.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Es escalofriante,me parece que la realidad es más dura que lo que se ve en las películas de terror,lástima que los gobiernos dejan de últimas la parte social que es lo que conlleva a ésta ecatombe actual,ya que todas éstas personas que vivían en el cartucho,ahora están por todas partes de la ciudad,sin cumplirles tantas promesas que les hizo el gobierno.

Anónimo dijo...

Un lugar bastante escalofriante, que marco la vida de muchos.
Lo importante no solamente es haber terminado con este lugar, sino no permitir que en ninguna otra parte de la ciudad se vuelvan a crear estos asilos de indigentes, que pueden llegar a ser muy peligrosos.
Acá es donde la alcaldía debe tomar pautas de acción, y no esperar a que esto vuelva a suceder, al parecer está situación se está volviendo a presentar en barrios como las cruces.

Anónimo dijo...

Increíble! Nunca me imagine que eso fuera tan terrible!
No me imagino como seria pasar una noche en tan precarias condiciones, donde la vida no vale nada..

Ojala que la alcaldía se interese por no dejar avanzar la aglomeración de este tipo de personas. Lamentablemente en el “cartucho” no se le presto la atención en el momento que era, y cuando se dieron cuente era prácticamente imposible entrar a esa zona.

Que bueno que tomaron cartas en el asunto, que bueno que aun hay hombre valientes que ayudan y se preocupan por su ciudad!

treto dijo...

Hola,
Quiero comentar que esta historia me ha caido como anillo.
En la ciudad de Cali vamos a realizar una intervención de este tipo en nuestro centro y sé que es altamente posible que terminemos adelantando una acción mas encaminada al concreto que al bienestar social.
Espero que la historia no me de la razón.
Excelente historia