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A la víspera de la invención, dos hombres conversaban junto al fuego. El diálogo, melancólico, rememoró a grandes rasgos la historia. Había sido arduo colonizar las tierras para someterlas a nuevos cultivos. Intimidadas, vastas poblaciones huyeron. Pero se quedaron algunos esperando los efectos de la nueva hoja y el sabor de los dólares. Otros le hicieron frente al temor de que explotara el doble cañón que tuvieron que ponerle a muchos entre las piernas. Después de un tiempo, las municiones se acabaron. Los que se iban a las malas regresaban a las malas a reclamar con mercenarios y fusiles lo que era suyo. Las venganzas y sus motivos se multiplicaron: porque es amigo de fulano, porque ya no son amigos, porque ya llegó a los ocho años. Muy pronto, al problema del clima que estaba cambiando, de las rutas marítimas, de los trabajadores drogados, de los policías insatisfechos, del malestar en los riñones, de las clases de inglés que no progresaban, se agregó otro problema: decenas y decenas de cuerpos amontonados infestaban los terrenos. Había que inventar un lugar para ellos, un lugar con las puertas cerradas para que no volvieran nunca más, para que sus recuerdos y sus ansias se encontraran siempre contra los muros infranqueables del reino de los colombianos vivos. Había que inventar un lugar subterráneo que las aguas no remontaran, que las bestias no lograran olfatear, que los hombres curiosos de los tiempos venideros no exhumaran. Y debía ser un lugar pequeño, que no fuera como las catacumbas donde se enterraban a los cuerpos sin incinerarlos, o como las fastuosas pirámides, o las rocosas necrópolis. Un lugar democrático, donde todos tuvieran voz y voto, cristianos y ateos, godos, sindicalistas y liberales, letrados y analfabetos, un lugar que escapara a las lluvias torrenciales, al tufo del petróleo, a los cantos de los últimos indígenas borrachos. Junto al fuego, los dos hombres dibujaron la imagen de una fosa donde podían caber cinco o con suerte ocho cuerpos desmembrados. Pero no gasto más en munición, dijo uno de ellos. Mañana mismo empezamos, replicó el otro. Habrá que comprar más sierras, agregó el primero. Y que esos vagabundos caven su hueco, enfatizó el segundo. Y no más oraciones, dijo el más joven. Ni deme una hoja que yo tengo testamento. Cuando desaparecen los ritos funerarios, desaparece una comunidad. Eso dicen los antropólogos. Era la víspera del siglo XXI. Dos hombres junto al fuego, con dibujos en la arena, en algún lugar de la cordillera, inventaban el infierno.
4 comentarios:
Definitivamente, el artículo que más me ha gustado del autor. Se resaltan tantas y tantas reflexiones, que se podría analizar por horas cada frase y dentro de cada frase, cada palabra. Un texto que muestra la ilusión de algunos, la desdicha de otros, la ironía de aquellos...La realidad de todos.
Gracias.
Un lugar donde no haya restricciones, donde entren los ricos y los pobres, donde no existe nada más que los recuerdos.
Me gusta mucho la parte acerca de validar el rito funerario y verlo como algo fundamental en nuestra civilización, es muy importante rendir un homenaje a la muerte y exigir el derecho que todos tenemos de velar nuestros muertos, ese es tal véz el infierno, un lugar donde se esconden los muertos a los ojos de los vivos.
..Interesante!
Es un tema muy controversial. Hay quienes temen llegar allí, hay quienes creen que merecen estar en este lugar.. me pregunto si existirá? Y como será?
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