Por Santiago Bogoya.
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Todo estaba servido; las suculentas albóndigas cubiertas con salsa de camarón acompañadas con un exquisito guiso de huevos revueltos. Frescas alcachofas adornaban el centro de las mesas, las brácteas antes carnosas aparecían ahora como filiformes palillos esperando su devorador filófago. Todo un espectáculo, meseros a los cual algún que otro despistado le habría echado el ojo. Todos en fila, fieles filibusteros esperando que comenzase la batalla, la defensa del puerto, el destape de las ollas. Estábamos ansiosos. Las frutas desfilaban como reinas con un séquito de nueces y blancas almendras, como si no hace mucho hubieran sido desenterradas llenas de alhajas y maravillas antiguas. Los olores despertaban en los invitados oscuras pasiones, sensuales movimientos, armoniosos destellos de fascinación. El ambiente era propicio, alentador. El calor de las presas estaba a punto de estallar, devorarse sería lo más sensato.
Entonces el anfitrión entró en el gran salón y puso orden a las peligrosas intenciones. En medio de aplausos fue recibido. Desasosiego y zozobra se apoderarían más tarde en las mentes de aquellas palmas que saludaban sin darse cuenta al enemigo. Era un antagonista: ¡perfecto! primero nos tentaba, nos llevaba al abismo sin puente, a manifestar nuestra hambre antes que la razón. Mientras ésta ocurría él sonreía malévolamente. No era sed de venganza, pues no consentía a sus invitados como rivales; le gustaba usarlos como marionetas, herramientas para demostrar la estupidez del género humano, y él se sentía estúpido al entregarse a estos soeces y pasionales juegos pero ¡cómo se divertía!
-No es para tanto, sólo tan especial compañía como la de ustedes, merece estos majares-. Se escucharon ovaciones desde todos los rincones del salón.
-Me sonrojan-. ¡Ja, ni una pizca! -Gracias, gracias -. ¡Canalla!
-Esta noche es especial y por lo tanto modificaremos la secuencia, empezaremos por el postre, sí caballeros, no pueden despreciar el dulce del cocinero, de lo contrario no podrá servirles el plato fuerte.
-Maldición con estas ganas de comer, ¡me tengo que tragar las ganas!
-Por lo menos así dejarás de babear, sinvergüenza. Se que miras más allá de los platos ¿las faldas quizá? o ¿los delantales de los mozos?
-Parece que hemos creado controversia, el señor y la señora Oviedo ya discuten.
-No es nada Tomás, sólo comentábamos el alcance de tus bromas. ¡Te pasas!
-Es sólo una transgresión en el orden ¡¿Es tan difícil soportar?! No lo creo, además el postre está exquisito, y he pensado en el carácter de cada uno. Distintos postres, distintas personas.
La señora Oviedo no podía creer lo que veía cuando trajeron el plato. Odiaba con todas sus fuerzas ese postre, no porque no le gustara. Había sido uno de sus favoritos en tiempos de antaño, pero esa misma condición le hacía extrañar profundamente la juventud perdida: sus pupilas rancias por el paso del tiempo no degustaban con el mismo placer el anhelado sabor. Era una broma de mal gusto. Le recordaba el tiempo perdido incapaz de recobrar, su inevitable vejez, su inevitable quietud.
-No lo soportarán -decía para sus entrañas Tomás, mientras presenciaba el acto como un maestro de ceremonias buscando el error, o un fotógrafo el peor vestido. Lo curioso era que todos terminarían arrancándose la corbata de la desesperación. Las damas cerrando las piernas al comprender porque sus maridos buscaban las doncellas.
-Lo estoy consiguiendo, la señora Oviedo llora y su esposo coquetea con el mozo-.
Y no estaba equivocado. Cuando la pareja estaba en algún restaurante, el señor Oviedo hacía creer a su mujer durante toda la comida, que la cocina se preparaba para tenderle una trampa, queriendo ridiculizarlo en público. Incluso afirmaba cierto aroma a laxante en su crema de espárragos. La señora se divertía, creía que eran palabras con el único fin de borrar la tensión de su relación. Le parecían cuentos graciosos, pero la sonrisa se esfumaba cuando su esposo gimiendo de dolor cogía al mozo y decía: “Acompáñeme al baño por favor me siento mal.” Mal por la espera, por el poco tiempo que estaría con el muchacho. Pero la excusa había funcionado, podían quedarse muchos minutos encerrados sin que los descubrieran. En el señor Oviedo ese comportamiento se había transformado en una expresión mecánica y siempre al empezar el postre. Tomás lo sabía. No aguantaría, su secreto quedaría al descubierto. ¡Cuánto arte en esta nueva estrategia de Tomás para descubrir secretos¡ Yo le prometí estar aunque presentía que se traía algo entre manos. Su mayor triunfo hubiera sido ponerme en evidencia. Yo siempre escapaba en el momento justo, antes de cerrar el telón y empezar la “verdadera” función, la función a la que todos asistíamos sin saber que éramos personajes. ¡Tan audaz! Yo prefería alejarme antes de sucumbir a sus trampas: sabía que caería si iba detrás de la sobremesa. De todas formas, había prometido asistir y era un hombre de palabra. De repente en mi escondite me alcanzó un camarero -Aquí tiene, disculpe la demora. El señor Tomás pidió una receta especial para usted, una receta tropical-. ¡ Cómo me encontró! Estaba tan preocupado en la líneas directas que no me había ocupado de las tangenciales, las paralelas. Dirigí mi vista al plato, combinación inusual. Los primeros frutos de la higuera, cultivada en algún país exuberante y tórrido muy lejos de aquí. Moraceas y rosaceas por fin juntas. Dos casas enfrentadas unidas por sus frutos. Y yo frente al plato, y el salón envuelto en un cacareo exagerado, desesperante. Abrieron las celdas a las gallinas: Tomás esperando, yo también; los invitados lanzándose en pelea callejera y sin decoro sobre las albóndigas, las presas, las alcachofas, las frutas, los cuerpos; mi chofer recogiendo postres como si estuviera en una piñata; la señora Oviedo gritando el desastre; el banquete platónico convertido en salsas, mordisco, injurias y orgía; Tomás expectante, yo también.
-Dejo las brevas, me encanta el arequipe.
-A mi igual.
Sus ojos brillaron. Cada uno comprendió, que al otro, el manjar le recordaba algo muy especial, quizá único e irrepetible, como el teatro y la bullaranga del salón. Tal vez no éramos tan diferentes. En este banquete, en este puñado de tierra que ya es memoria, lo amado no lo trae las palabras. Quizá, con más fuerza, el sabor.
3 comentarios:
Pienso,que tenemos una cantidad de recuerdos agradables y no tanto; relacionados con olores,sabores,situaciones específicas,que nos haces revivir épocas de nuestra vida presente y porque no de vidas pasadas.
Un escrito con muchas cosas, un poco confuso la verdad, pero entretenido a la vez..
Maravillosa manera de entender la vida... los hilos que transcurren entre los diferentes sistemas relacionales de los seres humanos, que constantemente nos llevan al establecimiento de patrones y dinámicas develadas por la más profunda ironía de querer conservar dichos circulos de interacción. Todo esto que ocurre y seguirá ocurriendo, atravesado tangencialmente por la búsqueda de un sabor esencial que llene la existencia propia y la colme de felicidad.
Me encanta tu cuento mi santi!!!
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