lunes, 3 de diciembre de 2007

A Diez Metros del Suelo

Por Santiago Bogoya.
________________________________________________

Son poco más de las seis y media de la mañana. Entre la espesa nube de smog que ya se diluye con la claridad del día, el transito por el puente peatonal se incrementa. Principalmente se trata de jóvenes estudiantes que deben cruzar la imponente carrera treinta, a la altura de la calle cuarenta y cinco, franqueando el espacio que los separa de la entrada oriental de la Universidad Nacional. Como decían los abuelos “a ojo de buen cubero” cerca de diez mil personas deben recorrer el puente al día, en un espacio que no deja transitar más de dos carriles de ida y dos de venida. Cerca de las nueve de la mañana, el puente ya cuenta con casi todos sus moradores habituales. Sobre las escalinatas del costado occidental, en la primera planta que se forma, una señora indígena con un niño de brazos ya tiene abierto el almacén de guantes, gorros, bufandas y chales tejidos. A un cómodo precio (regateado, y puede decirse de casi todo lo que se vende en el puente) quien no sea alérgico a la lana, puede llevarse por veinte o quince mil pesos el combo lanudo contra el frío. A su lado, sobre la baranda colindante con la carrera, es común encontrar, una pequeña librería, si bien limitada en sus publicaciones, con algunas revistas de interés cultural como National Geographic o Soho, y con libros tan diversos como los de Walter Riso, el manifiesto comunista, o una obra de algún escritor colombiano olvidado. Si subimos, sobre la segunda planta, en el vértice de un pequeño cuadrado que se convierte en un extremo del puente, un puestico de maní, nos tienta el paladar a tan solo trescientos pesos, sabor y economía que seguramente ya habremos probado en algún viaje en bus. Efectivamente, el puesto se yergue como una sucursal a mayor escala, del gremio de los vendedores de las bolsitas de habas, platanitos, mani de dulce y maní de sal. Ya sobre la estructura “a diez metros del suelo” la avenida que se forma no tiene nada que enviadarle a un mercado persa. Pero si quisieramos describir con mayor audacia y sencillez la escena, deberiamos decir que se trata de un mercado universitario. En intervalos de dos o tres metros aproximadamente, se suceden vitrinas tendidas en el suelo como si fueran alfombras de aquellas casas bogotanas de gustos prestados donde el piso de madera del area social merece ser escondido. En esta suerte de galería, con la contaminación auditiva de la “autopista urbana”, se consigue los objetos indispensables para un buen uso de la juventud, y aún más del ser estudiante. Audífonos chinos (para el ipod, mp3 o el computador) a partir de dos mil pesos. Se encuentra desde la imitación del elegante y exclusivo audífono apple (de sesenta lucas) hasta el estilo en diadema. Historietas con un arsenal de personajes manga y héroes norteamericanos (la liga de la justicia, Spawn, Superman, entre los más populares) Reflejo de la juventud que bajo representaciones animadas provenientes de los clásicos ingenuos de Disney evoluciona hacia temas adultos como la violencia, el sexo, la maldad, la voluptousidad. Minutos a celular. Relojes de marcas suizas sin la garantía y la pureza del mecanismo alpino, pero desde cinco mil pesos. Manillas, aretes, collares, pulseras y toda suerte de joyas, de orfebres y artesanos con pinta de hippies, adoradores de Bob Marley, que son la marca indiscutible de que uno es joven y descomplicado o de que está estudiando. Carcazas para el celular. Los famosos botones o prendedores, que se usan en la maleta. Los cuadros de pequeños de personajes como el Che Guevara, Fidel, Lennon, y bandas como The Cure o los Beatles, esbozo de la cultura de la rebeldía que empuña todo corazón joven. Pero, sin lugar a dudas, un nuevo comercio se ha ganado el público en el puente: el impresionante mercado de la piratería. Películas, no solo de cine comercial sino a la vez de todo el cine arte que ensancha el ego juvenil de un individuo letrado, se venden como pan caliente a dos mil pesos, incluso desde antes que se estrenen en las salas de cine bogotanas. Juegos de computador y hasta de xbox, a cinco mil pesos (tienen los juegos que nunca llegan al país, los que ya salieron del mercado, y compilaciones de los viejitos pero “sabrosos”) Y por último, el software privado, en gran medida microsoftiano, también desde cinco mil pesos. El Office, todas las versiones de Windows, la última Encarta, programas de diseño, editores de música, antivirus, etc. Mejor dicho todo lo que venden en la esquina de Unilago. Y si después de una compra juvenil, nos ataca el hambre, bajando del puente en cualquier costado están los puestos de empanadas a trescientos, arepas a setecientos, perros o pizza a mil, o la caseta móvil de galgerías. Pero el puente no solamente se erige como un emporio comercial y de tránsito. En el costado occidental es común ver guarecerse un grupo de “Robocops”, policías antimotines o de la S.M.A.D, que atentos en días anunciadamente turbulentos, esperan pedreas. En las cuales, el puente, ha servido a los camarógrafos para lograr las mejores tomas de los encapuchados. También en sus columnas, como si fueran una sección de clasificados se pegan avisos de todo tipo: ofertas de empleo, servicios de fotocopias, arriendos ofrecimientos de compartir habitaciones o apartamentos, agendas culturales de alguna fundación, teatro o cine club distrital, hasta conferencias de extraterrestres o salvaciones espirituales. Los domingos, los festivos y cuando la universidad sale a vacaciones, el puente cae en el olvido, y su espacio parece una de esas calles cinematográficas del lejano oeste donde solo pasa el viento. Unas merecidas vacaciones para el trajín que año tras año acumula la estructura de concreto. Cuando se hicieron las obras de Transmilenio, corrieron rumores entre los estudiantes que pensaban demolerlo. Pero no ocurrió. Demolerlo sería como quitarle una parte de la vida a la juventud, a la universidad.

El puente, y todo su complejo estructural, es el puente que más plata genera en Bogotá. Por el que posiblemente se movilizan diariamente más personas en la capital (a excepción de los aledaños al Campín en una noche de estadio lleno, o una convención nacional de cristianos) Ahora, parte de su público ha sido captado por la estructura de Transmilenio situada a menos de 100 metros. Sin embargo, la fría y grisácea estructura metálica, propia de un país septentrional, contrasta con el colorido de la cultura tropical y latina del viejo puente de la cuarenta y cinco. Es como si un mensaje se soltara al viento: Así somos, así es nuestra cultura, y gozosos pertenecemos a ella.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Es nuestro sello característico,colombiano es sinónimo de rebusque, es nuestra bandera contra la adversidad,en nuestro terruño y en cualquier sitio del mundo.

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho el retrato de este habitante urbano que es el puente; la pregunta que queda flotando es si el puente, ese puente que tantas veces hizo parte de nuestro camino, sobrevivirá a sus competidores y al peso apresurado de sus transeúntes.

Anónimo dijo...

Una descripción tal vez periodística muy acertada, con detalles que muchos que hemos pasado por ahí hemos obviado. Un mercado ambulante que le da sustento a decenas de personas; habría que conocer un poco acerca de la organización interna que seguramente estará conformada por vigilantes, por cobradores y arrendadores de los espacios, y adicionalmente el evidente negocio de las drogas.

Gracias.

Luz Stella PB dijo...

"Así somos, así es nuestra cultura, y gozosos pertenecemos a ella."

¡Muy cierto!